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Hielo y fuego

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Hielo y fuego

Hielo y fuego
Por: Arnoldo Huerta Rincón

*Esta historia está basada en la novela “La tregua” de Mario Benedetti

    Con el paso de los años, su enfermedad no parecía desaparecer, eso la hacía disfrutar cada segundo de su vida como si fuera el último. Nunca perdía la esperanza de mejorar; de apariencia bella, de cuerpo alto y esbelto, y, a los ojos de los demás, una mujer sana, Laura Avellanada estaba consciente de su situación, tratan de alejarse del amor, pero al conocer a Martín Santome, hombre serio, maduro, viudo, libre de vicios, casi 25 años mayor que ella y con pocas ilusiones de volverse a enamorar, las coincidencias de la vida los juntaría.

     A Martín, ella le había de vuelto la sonrisa que perdió cuando falleció su esposa Elena, sabía que estaba en deuda con Dios, pues nunca espero en la vida que, a su edad, su corazón volviera a palpitar como cuando conoció a Laura, se decía: “caray, ¿qué hice para merecer esto?”, a pesar de ser una persona noble, la llegada de ella lo sorprendió por completo, lo que olvidó por completo, es que todo sube y baja y que, así como la vida te da, también te quita.

   Como quinceañera enamorada, con mucha ilusión, caminaba hacia un nuevo diagnóstico al hospital de costumbre, algo dentro de ella (tal vez el amor que la fortalecía), la llenaba de luz y fe, juraba que en esta ocasión recibiría buenas noticias de su médico de cabecera, pero esto, no sucedió.

     La noticia la tomó por sorpresa, a pesar de conocer su padecimiento, esas palabras “solo te queda un mes de vida”, la derrumbaron completamente, su mirada se cayó de su rostro, su garganta enmudeció, ni si quiera se preocupó por ella misma, a su cabeza solo venía Martín, cómo le diría eso; la culpa la invadió, pues no había sido del todo honesta con él, jamás le comento que era una cuestión terminal.

     De regreso a casa, sus lágrimas no paraban. Llegó a la puerta del que ambos llamaban hogar, las llaves se le caían, su manos no reaccionaban a sus órdenes, alguien abre la puerta, era él, la estaba esperando, la observó, no preguntó nada, solo la abrazó y juntos lloraron hasta el amanecer en el umbral, las fuerzas no llegaron en sus cuerpos para adentrarse a su nido de amor, el calor de su cama. 

     Después del velorio, Martín decidió caminar solo, le pidió a sus hijos algo de espacio, ello entendieron. Cerca del malecón de la ciudad, miró detenidamente el mar, el cielo, ya no le quedaban lágrimas que derramar, eso lo hizo sentir peor. Pasaron varios minutos, los minutos se volvieron horas, sentía un vacío en su pecho, la segunda mujer que lo dejaba, y que realmente no lo dejaba, sino que la vida le arrebataba. De la nada, le nació una sonrisa espontánea, recordó cada instante en que Laurita (como él le decía) lo hizo feliz, y gritó a los cuatro vientos y a su Dios: “Gracias, vida, nada te debo, vida…¡estamos en paz!”

RECOMENDACIÓN SEMANAL: Poema “¿Cómo hacerte saber?” de Mario Benedetti.

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