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¿Hay vida inteligente en la Tierra?

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Opinion de
(Fran Ruiz)

 

Me llegó el miércoles a mi cuenta de Facebook el siguiente mensaje: “El ser humano no tiene dinero para abastecer de agua zonas áridas, pero sí tiene dinero para buscar agua en Marte. La pregunta es: ¿Hay vida inteligente en la Tierra?”. El planteamiento, que no lo firma nadie, no puede ser más lúcido y demoledor. Ahora replanteemos la pregunta y verán cómo su respuesta todavía les avergonzará un poco más: Si habitaran seres inteligentes en Marte y tuvieran problemas graves para abastecer a todos del vital elemento ¿creen que los marcianos perderían su tiempo y sus recursos en venir a la Tierra sólo para comprobar que aquí hay agua, aunque no se la puedan llevar?
La respuesta a la primera pregunta, la de si los “homo sapiens” somos tan inteligentes como nos creemos, se las digo yo: no. Los humanos no hemos alcanzado ese grado de inteligencia necesario para entender que si envenenamos lo que nos mantiene vivos —el agua, los cultivos, los bosques, la atmósfera—, la vida como la conocemos está condenada a su desaparición. Me corrijo, sí podemos entenderlo, pero no somos capaces de reaccionar. Por tanto, la pregunta del millón es: ¿Por qué si somos consciente del peligro que corre la humanidad entera no actuamos?
Desde mi punto de vista, la clave está de nuevo en los diferentes estadios de inteligencia. En estos 50 mil años de evolución hemos sido capaces de dominar a las otras especies animales y cultivar las plantas, colonizando así toda la Tierra. Digamos que hemos alcanzado un nivel de inteligencia 7 sobre un máximo de 10, lo que ha permitido, entre otras cosas, que desarrollemos el pensamiento abstracto y artístico o el lenguaje. Sin embargo no hemos podido escalar a un nivel superior de inteligencia necesario para librarnos de ese instinto animal de proteger sólo a los de nuestra tribu. Nuestro cerebro no está programado para ayudar instintivamente a otros que no sean de nuestro entorno y estén en peligro, incluso a sabiendas de que salvándolos nos salvamos a nosotros mismos. En vez de que nuestra inteligencia evolucionase en beneficio de toda la humanidad, cada tribu la perfeccionó, unas con mejor suerte que otras, para derrotar o esclavizar a otros grupos de humanos.
Por eso, aunque seamos perfectamente conscientes de que nos estamos cargando la naturaleza y de que el cambio climático ya está provocando sequías, inundaciones y hambrunas, no reaccionamos porque no nos afecta directamente. En mi caso, cuando vi el mensaje sobre el agua en Marte y la inteligencia humana, ilustrado con la foto de un niño africano bebiendo en un charco de agua, sentí compasión y algo de remordimiento (apenas el suficiente para escribir esta columna), pero luego abrí la llave y vi correr el agua en mi casa y se me pasó la culpa… hasta que un día la sequía causada por el calentamiento global seque el sistema de embalses de la Ciudad de México y no salga una gota de agua por la llave de mi casa. Ese día me lamentaré (y el resto de la tribu chilanga en la que vivo también), pero los que viven, por ejemplo, en Washington, no les importará mi desgracia porque todavía no les ha tocado su turno. Y así hasta que un día sea demasiado tarde para todos.
Es cierto que cuando el horror de la guerra ha llegado a un límite insoportable de crueldad o cuando ocurre una catástrofe natural, miles de humanos reaccionan y se suman a todo tipo de organizaciones que intentan aliviar la desgracia humana, como la Cruz Roja, Save the Children o Greenpeace. Muchos activistas pagan con sus vidas o son encarcelados por enfrentarse a gobiernos y multinacionales que esquilman los mares, sobreexplotan la tierra o arrasan los bosques, en búsqueda de una riqueza inmediata. Pero mientras no rompamos con esa visión de nación-tribu que nos enfrenta en una eterna competencia a otra nación-tribu, la posibilidad de que nos unamos todos para combatir el cambio climático es casi imposible.
El ejemplo más descorazonador es lo que ocurre en Estados Unidos, donde un puñado de magnates conservadores está inyectando cientos de millones de dólares en la campaña de los republicanos para que se hagan con el control del Congreso y de la Casa Blanca y de esta manera impidan que salgan adelante leyes contra las industrias que más contaminan el medio ambiente. El deseo de ganar más y más dinero es lo único que le importa a un lobby de empresarios, que siguen negando el cambio climático y no se dan cuenta que Florida, por ejemplo, podría ser un día arrasada e inundada por un megahuracán, o que California, la huerta de Estados Unidos, camina inexorablemente hacia su transformación en un gigantesco desierto.
Las potencias deberían aprobar leyes que prohíban destinar miles de millones en naves para sacar fotos a la superficie seca de Marte, mientras no hayan resuelto antes el problema de la falta de agua en la Tierra. Pero esto no ocurrirá porque lo que interesa es el bienestar de nuestra tribu.
Por todo esto, no se crea eso que dijo Neil Armstrong cuando pisó la Luna: “Ha sido un paso pequeño para el hombre, pero uno gigantesco para la humanidad”. Es mentira. No lo hizo en nombre de la humanidad, lo hizo a la mayor gloria de su tribu, Estados Unidos. A esto se reduce la vida inteligente en la Tierra: a competir todos contra todos, hasta que nos destruyamos.
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