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Democracia y violencia

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Opinion de
(José Fernández Santillán)

 

Desde el arranque de las campañas electorales sabíamos que las cosas no iban a estar fáciles. Sobre la competencia entre los partidos por el voto popular pesarían los lamentables acontecimientos derivados de la desaparición de 43 estudiantes de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, así como la reconfiguración de los cárteles de la droga. Esta reconfiguración del crimen organizado obedece tanto a la muerte o encarcelamiento de la mayor parte de los antiguos capos, como a los conflictos entre esos grupos delictivos por el control de regiones, rutas, mercados. Parte importante de la actual disputa entre las bandas delictivas dedicadas al trasiego de estupefacientes se da por la capacidad de influencia que puedan ejercer en círculos políticos y empresariales. Y así ha sucedido.
Organizaciones como la CNTE y la CETEG han tomado como pretexto los hechos registrados el 26 de septiembre del año pasado en Iguala, para boicotear las elecciones del próximo 7 de junio, especialmente, en Oaxaca y Guerrero. Por su parte, criminales de distinto tipo, sobre todo narcotraficantes, están incidiendo violentamente en los comicios al (entre otras cosas) amenazar, secuestrar o asesinar a candidatos a puestos de elección popular.
Perdieron la vida: Enrique Hernández (Morena) quien aspiraba a ser edil de Yurécuaro, Michoacán; Héctor López Cruz (PRI) el cual iba por la novena regiduría en Huimanguillo, Tabasco; Ulises Fabián Quiroz (PRI) estaba compitiendo por la presidencia municipal de Chilapa, Guerrero; Aidé Nava (PRD), aspiraba a la alcaldía de Ahuacuotzingo, Guerrero; Carlos Martínez Villavicencio (PRD) quería ser diputado federal por el VI distrito con cabecera en Tlaxiaco, Oaxaca.
Fueron víctimas de secuestro: Silvia Romero (PRD) y Juan Mendoza Acosta (PRD). Ella busca una diputación plurinominal; él la alcaldía de San Miguel Totolapan, Guerrero. Entre quienes han sufrido amenazas están: Luis Walton (MC) aspirante a la gubernatura de Guerrero; Cipriano Olea (MC) postulado a la alcaldía de San Miguel Totolapan, Guerrero; Jorge Salgado Parra, quien trabaja con Héctor Astudillo (PRI), aspirante a la gubernatura de Guerrero. Otras competidoras optaron por retirarse de la contienda al ser amenazadas. Como podemos apreciar, el propósito de eliminar o amedrentar no respeta divisas partidistas. Del embate no se ha salvado ningún instituto político.
Pero convengamos que ésta es apenas la punta del iceberg; es decir, lo que trascienda a la opinión pública es una parte mínima de lo que en realidad está sucediendo tras bambalinas. Los casos mencionados, ciertamente, dan cuenta de algunas de las fechorías cometidas por los cárteles de la droga, pero no de todas sus maldades. Otros muchos asuntos no han trascendido; quedan ocultos porque las víctimas no los denuncian pero, sobre todo, porque las redes de operación y contubernio permanecen ocultas. Tanto de manera visible como imperceptible para la gran mayoría de la población, la violencia, en sus diversas expresiones, está afectando el proceso político democrático en nuestro país.
Frente a este fenómeno aberrante debe quedar claro que “violencia” y “democracia” son antagónicas. Lo que gana una lo pierde la otra, y viceversa. Como se dijo durante la Revolución francesa: “En la democracia se cuentan las cabezas en lugar de cortarlas.” El método democrático es un método pacífico para competir por el poder y para dirimir las controversias. Y esto no es particularmente novedoso: desde la Grecia antigua, la política en general, y la política democrática en particular, marcó la diferencia entre la civilización y la barbarie. La clave para evitar el regreso a la condición salvaje fue erigir un poder colectivo fuerte capaz de evitar el uso privado de la violencia. Ese poder público, llamado en nuestra época Estado, debe ser el único poder autorizado para ejercer la violencia física legítima (Max Weber).
Sólo así se puede evitar el uso privado de la violencia. Dicho de otro modo: todo Estado bien constituido tiene la obligación de garantizar la vida de las personas. Así fueron pensadas y diseñadas desde los albores de la civilización la política, las instituciones públicas y las leyes. El poder público como antagónico a la violencia privada. Ceder ante la fuerza de los grupos beligerantes significa regresar al desorden, a la situación en la que cada quien ve por su propia conservación con los medios que tiene a su alcance. “La guerra de todos contra todos.”
Vale la pena mencionar que en un Estado democrático, sobre todo cuando se trata de renovar los poderes públicos mediante el voto ciudadano, las ideas deben nutrir la vida política y social no las diatribas y el miedo. El problema es que México hoy no se mueve en esos parámetros: de una parte, la competencia entre los partidos está colmada de descalificaciones, acusaciones e improperios (violencia verbal); de otra parte, los clanes delictivos están dejado su huella sangrienta en distintas regiones del país. Actúan selectivamente según criterios de conveniencia y oportunidad.
En medio de la confusión, hoy más que nunca, es preciso tener claridad sobre lo que es la democracia y los peligros que la amenazan. El riesgo que se corre si la violencia gana terreno es caer en formas perniciosas para la convivencia civilizada, como la anarquía o la tiranía.
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