Opinion de
(José Fernández Santillán)
Ahora que se está reforzando la lucha contra la corrupción a través de la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y del Sistema Nacional de Transparencia, es preciso reconocer, por una parte, que estas iniciativas ciertamente son un paso adelante ; pero, por otra parte, también debemos admitir, con realismo, que nos enfrentamos a un desafío de gran calado. En México el problema de la corrupción es un mal endémico.
Como lo demostraron en su momento William Paton Glade, Alonso Aguilar M. y Jorge Carrión, las irregularidades en la aplicación de la ley se remontan a la época colonial. Una cosa era lo que el ordenamiento jurídico estipulaba y otra lo que realmente se hacía. La distancia entre la ley y la realidad fue evidente. Y ese desfase continúa al día de hoy. El patrimonialismo, entendido como la confusión entre bienes públicos y bienes privados, no ha podido ser erradicado.
Ninguno de los regímenes que se han practicado en México ha sido capaz de solucionar el problema: imperio, república federalista, república centralista, dictadura, república presidencial. El sistema legal-racional como antídoto al patrimonialismo no termina de cuajar. Así de poderoso es el monstruo.
La ventaja actual es que, por primera vez, los partidos políticos se pusieron de acuerdo para emitir una normatividad ad hoc, con el propósito de combatir la corrupción y la opacidad. Las disposiciones jurídicas aprobadas recientemente implican un nuevo andamiaje institucional: la formación de un Comité Coordinador del Sistema Nacional Anticorrupción, la creación de la Fiscalía Especializada en materia de Delitos relacionados con Hechos de Corrupción, la extinción de dominio en casos de enriquecimiento ilícito, la obligación de los servidores públicos de presentar su declaración patrimonial y de intereses. La legislación respectiva ya fue aprobada por los senadores y diputados federales; también fue aceptada por la mayoría de las legislaturas de los Estados. Su promulgación por parte del Ejecutivo Federal es inminente.
En cuanto al Sistema Nacional de Transparencia, debemos decir que el pasado 4 de mayo se promulgó la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Incluye como sujetos obligados a los Poderes de la Unión, los órganos autónomos, los partidos políticos, los fideicomisos, los fondos públicos, los sindicatos y cualquier persona física o moral que reciba o ejerza recursos públicos o realice actos de autoridad, y prohíbe reservar información en el caso de violaciones graves a derechos humanos. Un dato fundamental es que el IFAI—que cambia de nombre por el de Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI)— será el eje de la transparencia en México. Al Sistema Nacional de Transparencia concurrirán los organismos garantes de los estados de la república, la Auditoría Superior de la Federación, el Archivo General de la Nación y el INEGI.
La problemática que enfrentamos me recuerda lo que escribió Silvio Belligni en el subcapítulo “Corrupción y Antipolítica” de su libro El rostro simoníaco del poder (escritos sobre democracia y mercados de autoridad) (Turín, Giappichelli, 1998, p. 24): “Con toda evidencia, ha ganado terreno, respecto del pasado, la idea de que vivimos en un ambiente político cada vez más malsano, cínico y desprejuiciado, de que las relaciones entre el Estado y la sociedad estén sometidas a una degeneración creciente y acaso irrefrenable, de que hoy más que ayer la actividad gubernamental obedece por todos lados, en todas sus manifestaciones y en todos sus niveles, a lógicas particularistas, mercantiles, fraudulentas y que el fenómeno de la corrupción represente un aspecto no sólo inevitable sino incluso orgánicamente esencial.”
Como se aprecia, el problema de la corrupción como factor corrosivo de la democracia es generalizado ¿Pero qué es esta “simonía” a la que se refiere Belligni? Según la Biblia, los apóstoles Pedro y Juan encontraron a Simón el Mago, un charlatán. Éste les quiso comprar lo que él supuso era un truco para hacer milagros. Los discípulos de Cristo rechazaron la oferta. El dislate de Simón, ha trascendido en la historia como expresión de deshonestidad; el concepto “simonía” ha entrado a formar parte del lenguaje de la política laica como sinónimo de engaño o trapacería.
La corrupción va contra el interés general y la ley; busca obtener beneficios individuales o de grupo; prefiere actuar en la oscuridad, lejos de la mirada de los ciudadanos. Así pues, para defender nuestra democracia frente a la corrupción debemos promover la cooperación entre el gobierno y la sociedad. Admitir que hay partes sanas tanto en el gobierno como en la sociedad; no todo está podrido como piensan algunos. Esa cooperación debe orientarse al desenmascaramiento del “poder invisible.” Como dijo Norberto Bobbio: “En la democracia la publicidad es la regla, mientras que el secreto es la excepción; en cambio, en la autocracia el secreto es la regla, en tanto que la publicidad es la excepción.” (El futuro de la democracia, México, FCE, 1986, p. 67).
Convengamos en que la transparencia reduce la distancia entre la ley y la realidad; pero también acorta la distancia entre el gobierno y la sociedad. Y eso supone la reivindicación de la verdadera política.
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