Posteridad
Por: Carmen Munguía
Esperaba el desayuno al aire libre en un restaurante, el intenso calor me había dejado medio ida, con la mirada puesta en cualquier cosa, el humo del asador de al lado, los coches que pasaban, el gel antibacterial en la entrada, vaya, cualquier cosa. Estaba en eso, en nada, cuando se me acercó una niña a venderme artesanías.
De un momento a otro la niña ya se iba. Y yo, que veía el suelo en ese momento, alcancé a fijarme en las sandalias que llevaba puestas y que se le salían de los pies cuando avanzaba, miraba cómo se regresaba para andar con ellas, a todas luces se notaba que el calzado no era de su talla. Ella, la niña, tenía quizás la edad de mi hijo mayor, unos once o doce años.
Por lo general, suelo tratar de identificar edades de otros niños o niñas en base a las de mis propios hijos. Me fijé en mi marido que me acompañaba para desayunar, lo ví clavado en pendientes del trabajo en su celular, en tanto, la gente de alrededor también estaba en lo suyo. Fue en ese momento, que me llegaron al pensamiento, como bola de nieve, distintos recuerdos, experiencias de uno y otro trabajo… situaciones muy dolorosas; las gestiones, las historias de vida, los casos de éxito, las tragedias sin remedio, todo lo que uno ve en las redes sociales, minutos antes apenas, había leído la historia de una niña de dos años de edad que había muerto, necesitaba un trasplante… murió justo en esa edad hermosa, caray, en la que fuera, pensé en eso y en que quizás esta niña que me había vendido artesanías, que ahora trabajaba, podría ser una de tantas que ha abandonado el sistema escolar, pero no era ella nada más, también estaban las víctimas de agresiones sexuales, las niñas y niños que viven en albergues, institucionalizados, las infancias forzadas a migrar, niñas, niños y adolescentes separados de su mamá, de su papá; quienes son cooptados por la delincuencia organizada para delinquir, para matar. La niña de las sandalias, representaba a miles y miles de niñas y niños en el país, en el mundo entero, que quizás sufriría en carne propia, la falta de acceso a sus derechos, a derechos económicos, sociales, culturales, ambientales, civiles y políticos, a derechos humanos. Pensé en mi edad y en cómo he visto a gente joven y adulta, morir anhelando un cambio en el mundo, en el país, precisamente para ellos y ellas, nuestros hijos e hijas, los hijos e hijas de todos. Reflexioné en el poco tiempo que tenemos para lograrlo, realmente la vida es bastante breve. Algo raro en mí, pero sentí desesperanza. Después, más tarde, recordé a Eglantyne Jebb, una de las mujeres que más admiro, la fundadora de Save the Children, y me quedó claro que por más apabullante que las desgracias y los problemas sociales nos parezcan, en especial, los relacionados con las infancias y otros grupos de personas en situación de vulnerabilidad, esto no nos puede doblegar y robar el ánimo. Es correcto tener claro que es un tanto inviable solucionar todos los problemas públicos de un día para otro; empero, buenas políticas públicas con el seguimiento correspondiente, pueden generar resultados impresionantes. Además, el esfuerzo es doble, no es sólo el gubernamental, existen también, organizaciones que multiplicadas por el mundo y manteniéndose en el tiempo han dado resultados muy alentadores. Sin embargo, parece que nunca es suficiente y que nunca ningún esfuerzo será el necesario. Pudiera parecerlo, y es absolutamente humano sentirlo así, porque la realidad es muy dura, pero a pesar de ello, estoy convencida que cada esfuerzo individual es parte de muchos eslabones, de una larga cadena. Por tanto, podríamos mejor pensar en que nuestro aporte, sea cual sea, es para la posteridad y así, jamás desalentarnos; por supuesto, nunca minimizar nuestra contribución o peor aún, quedarnos de brazos cruzados. No podemos perder la esperanza, justo eso, perder la esperanza, es un lujo que no podemos darnos, sobretodo, si tenemos presente, que seguramente lo que hagamos hoy puede hacer la diferencia mañana, o cualquier otro día, en la posteridad.