por : Carmen Munguía
A veces necesitamos contener las ganas de llorar para poder hablar o escribir. Me pasó ayer, justo a unos días de que alcances a cumplir once años de vida. Sucedió que vimos algunas vacas sobre un tráiler, pero antes de que alguien dijera algo, yo intervine y aclaré que las llevaban de paseo. Lo dije en un tono algo tajante y con la intención de no dejar lugar a dudas ni a comentarios. La verdad es que ahora que lo pienso, fue algo absolutamente antidemocrático, pero tú irrumpiste, quisiste expresar algo y lo hiciste sin pensarlo mucho. Dijiste que no era muy lógico que alguien quisiera sacar a pasear vacas considerando el gasto económico y la logística que ello implica. Yo inmediatamente repliqué que era necesario hacerlo para que fueran felices… que todas las personas y animales tienen ese derecho, pero esta vez no te logré convencer, me di cuenta de ello por tu silencio. Entonces, fue ahí en medio de ese silencio que me quedó claro que el momento había llegado, aunque ciertamente todavía tenía muchas ganas de llorar, de eso y de nada más. En fin, te lo dije, que tu lógica era acertada, realmente nadie invertía tiempo y dinero y se complicaba con logísticas para llevar a pasear a vacas; que en realidad lo que sucedía era que las llevaban a matar. Lo pude decir aguantando, conteniendo demasiado aquí adentro, un montón de sentimientos que en ese momento no podía simplemente dejar salir y terminar por desmoronarme delante de tí, que para ese momento ya lo sabías todo.
Por lo general, siempre hablas gritando, muy fuerte, pero esta vez bajaste la voz, arrastrabas las palabras, noté que te costó trabajo pero me dijiste “entonces los cerditos no iban a la playa, por eso nunca ví a uno”. Guardé silencio, a veces es mejor no decir nada para poder decir algo. Esa fue la historia. Por años sostuve esa fantasía en tu mente, cada ocasión que veíamos a cerditos amontonados en un tráiler, yo te decía que iban a jugar a la playa con sus mamás, que les encantaban las olas. Era mi manera de crear el mundo que un niño como tú se merece, un mundo justo, solidario, feliz… nada menos que eso. Por eso te mentí no una, sino muchas veces, todas las que fueron necesarias y no titibee. La parte más difícil fue cuando por tí mismo te diste cuenta que la gente se los comía, y por eso había imágenes suyas por todas partes, en supermercados, carnicerías y restaurantes. Recuerdo cuando me dijiste: “mira mamá, la gente se los come, los matan”, pero yo te respondí que antes de eso, los llevaban a la playa. Y te quedaste serio, como resignado, murmuraste: “bueno, al menos son felices antes de morir”. Pero hoy te enteraste que no es así, que nada de lo que yo te dije era verdad; ni los cerditos ni tampoco las vacas juegan en la playa con las olas acompañados de sus mamás. No los llevan a pasear. Por eso te quiero pedir perdón, por mentirte todo este tiempo. Pero si sirve de algo, sólo quiero que sepas que por eso trabajo y sigo estudiando, dame oportunidad y verás que algo importante consigo para lograr que el mundo sea al menos un poco más justo.
En estos días próximos a tu cumpleaños sólo recuerda que te amo, de una manera en la que cuando algún día cargues a un hijo tuyo, podrás comprender. Nota aclaratoria a lectores (as): comparto esta carta que escribí a mi hijo Marcos con ustedes, porque creo que si en algún momento se han tomado el tiempo de leerme, entonces merecen absolutamente estar enterados del principal motivo que tengo para escribir columnas cada semana. Hay mucho que mejorar y si mis palabras impactan sus conciencias, estoy en el camino correcto. Respecto a Marcos, quizás algún día lo lleve a la India, en donde las vacas son sagradas.